jueves, 16 de diciembre de 2010

En Aquella Estación

Nuestro amor estaba prohibido, nuestros sentimientos debían esconderse y nuestros besos arrinconarse en lo más profundo del alma. Porque nuestros cuerpos no podían rozarse ni nuestras manos podían encontrarse por casualidad en el aire y aunque se buscasen sin remedio, como todas las noches, debían separarse.

Pero explotó la necesidad de sentirse, y nuestros labios desearon tocarse, doblarse, se acompasaron a los latidos del reloj de la estación cuando salió el último tren a la fidelidad y se besaron, se estremecieron, temblaron, y tu boca supo acallar las lágrimas de mis ojos, que silenciosas se derramaron por mi cara.


Mi pelo húmedo y rizado por la suave y dulce lluvia de Julio acarició tu cuello cuando el aire lo hizo bailar, y en aquel momento me alzaste en tus brazos, como si no hubiera peso en el mundo más que el arder de nuestros adentros. Y los míos se creyeron alas, cuando mis tobillos colgaban a la altura de tus rodillas y por una vez, para ver tus ojos, tuve que bajar la mirada.

Y otra vez, me besaste.

Como si hubiéramos estado años esperándolo, como si solo existiesen tus labios y mis labios, que solos intentan desesperadamente fundirse y mezclarse, que parecían querer desgarrarse junto con el lienzo de la perfección, abrumado por la belleza indescriptible del momento.

No nos juramos amor eterno, ni pasión ilimitada, pero confiábamos en la verdad de cada momento, porque queríamos sentirnos cerca, porque las miradas que se buscan y no se encuentran son presas del miedo a dejar de verse y a no poder hablarse con cada guiño del alma.

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