Enrosqué su pelo entre mis dedos, entrelazando nuestras vidas, susurrando que le quería.
Apresé su sonrisa en mis pupilas, encerré su voz en mis oídos que no lo oían más que a él y me guardé su ira con la esperanza de ser solo yo la causa de sus quejas, pero ya no le sentía, ya no veía su tez pálida danzando por los pasillos de la alegría ni escuchaba la voz que competía con los ángeles. Se había ido, me había dejado solo la poesía.
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