Y en mi casa reinó el silencio horas, tantas horas que a todos se nos olvidaron las palabras y cuando intentábamos articular alguna nuestros labios se curvaban en una mueca indescifrable. Sin embargo no nos hicieron falta en ningún momento, ni siquiera miradas, para comprender el dolor de cada uno.
Nos habían arrancado un brazo, una pierna, los pulmones... nos habían quitado el aire, la voz, los labios y, de alguna forma: la memoria.
Era aquella memoria la que hacía aquello tan importante, al menos para mi, una niña que hizo de aquel lugar un santuario de todo lo que había sido espléndido. Porque podría contaros como el sol te quemaba la piel por las tardes y sería cierto, pero entonces nunca entenderíais por qué razón era feliz con las piernas destrozadas, la cara roja y la piel llena de polvo. Y tampoco entenderíais por qué razón lloraba al marcharme de aquel agujero en llamas. Así que dejad que os cuente que las tardes las pasábamos bajo el sauce enorme del parque de abajo, y el sol se filtraba tan sutilmente entre las ramas que nos quedábamos allí horas hasta que el calor cesaba y el asiento de las bicicletas, llenas de golpes y totalmente manchadas, por cierto, dejaba de abrasarnos el culo. Entonces pedaleábamos hasta donde aguantaban nuestras piernas. Muchas veces sin rumbo, otras incluso en círculos y otras deteniéndonos cuando creíamos que habíamos llegado al fin del mundo, que empezaba justo donde acababan las calles del pueblo.
Era un lugar pequeño, si, pero nunca nadie había marcado los límites de los niños, así que los tejados de las bodegas se convertían a menudo en bases ultra secretas preparadas para atacar ante la primera señal de amenaza enemiga, normalmente constituida por cualquier otro niño que no perteneciera a la pandilla. Otras veces el pueblo entero se convertía en un campo de batalla abierto y sin piedad para nadie, donde si te despistabas podías llevarte veinte globos de agua en la cara al mismo tiempo y el enfado no estaba permitido, solo si alguien se atrevía a usar la manguera desde la puerta del garaje y ponernos perdidos a todos.
Pero sin duda alguna, lo verdaderamente brillante de aquel lugar espléndido eran las puestas de sol. Si os soy sincera he intentado describirlas muchas veces y no creo haber sido capaz de hacerles honor en ningún momento. Las instrucciones para contemplarlas son tan sencillas como mirar al horizonte a las 10:00, quizá un poco antes, y tratar de contar en voz alta los colores del cielo hasta que reine la luna y éste se vuelva demasiado oscuro para ver algo más que estrellas. Os puedo asegurar que no habréis visto nada parecido en mucho tiempo, quizá incluso nunca hayáis visto nada igual. O quizá hayan sido los ojos de una niña que ya no tiene labios, ni voz, ni brazos, ni piernas, ni pulmones, una niña pequeña, enclenque y demasiado tímida para cualquier cosa, que desde que se llenó de polvo y heridas en aquel pequeño lugar, hizo que las sonrisas grabaran con el fuego de las tardes cada detalle de su Castilla en la memoria.
Nos habían arrancado un brazo, una pierna, los pulmones... nos habían quitado el aire, la voz, los labios y, de alguna forma: la memoria.
Era aquella memoria la que hacía aquello tan importante, al menos para mi, una niña que hizo de aquel lugar un santuario de todo lo que había sido espléndido. Porque podría contaros como el sol te quemaba la piel por las tardes y sería cierto, pero entonces nunca entenderíais por qué razón era feliz con las piernas destrozadas, la cara roja y la piel llena de polvo. Y tampoco entenderíais por qué razón lloraba al marcharme de aquel agujero en llamas. Así que dejad que os cuente que las tardes las pasábamos bajo el sauce enorme del parque de abajo, y el sol se filtraba tan sutilmente entre las ramas que nos quedábamos allí horas hasta que el calor cesaba y el asiento de las bicicletas, llenas de golpes y totalmente manchadas, por cierto, dejaba de abrasarnos el culo. Entonces pedaleábamos hasta donde aguantaban nuestras piernas. Muchas veces sin rumbo, otras incluso en círculos y otras deteniéndonos cuando creíamos que habíamos llegado al fin del mundo, que empezaba justo donde acababan las calles del pueblo.
Era un lugar pequeño, si, pero nunca nadie había marcado los límites de los niños, así que los tejados de las bodegas se convertían a menudo en bases ultra secretas preparadas para atacar ante la primera señal de amenaza enemiga, normalmente constituida por cualquier otro niño que no perteneciera a la pandilla. Otras veces el pueblo entero se convertía en un campo de batalla abierto y sin piedad para nadie, donde si te despistabas podías llevarte veinte globos de agua en la cara al mismo tiempo y el enfado no estaba permitido, solo si alguien se atrevía a usar la manguera desde la puerta del garaje y ponernos perdidos a todos.
Pero sin duda alguna, lo verdaderamente brillante de aquel lugar espléndido eran las puestas de sol. Si os soy sincera he intentado describirlas muchas veces y no creo haber sido capaz de hacerles honor en ningún momento. Las instrucciones para contemplarlas son tan sencillas como mirar al horizonte a las 10:00, quizá un poco antes, y tratar de contar en voz alta los colores del cielo hasta que reine la luna y éste se vuelva demasiado oscuro para ver algo más que estrellas. Os puedo asegurar que no habréis visto nada parecido en mucho tiempo, quizá incluso nunca hayáis visto nada igual. O quizá hayan sido los ojos de una niña que ya no tiene labios, ni voz, ni brazos, ni piernas, ni pulmones, una niña pequeña, enclenque y demasiado tímida para cualquier cosa, que desde que se llenó de polvo y heridas en aquel pequeño lugar, hizo que las sonrisas grabaran con el fuego de las tardes cada detalle de su Castilla en la memoria.
Quizá nunca lo viváis con tanta intensidad como yo lo hice o quizá solo yo lo haya vivido así, pero espero que el sol ilumine vuestros veranos con tanta fuerza como lo hizo con los míos, y quizá así podáis amar a este lugar tanto como lo hicimos nosotros. Con el alma en las manos y el corazón entero.
Cuidadla.