
Nieva ésta noche, y mientras camino por las calles de Manhattan te recuerdo frente al Hudson, admirando las luces que se reflejaban en el río, las luces de la ciudad que amabas. El viento cálido te acariciaba la cara, el viento te adoraba. Te quedaste allí sentada varias horas, con la mirada fija en el infinito, cómo si pudieras ver más allá del puente de Brooklyn, cómo si cada parpadeo de las bombillas fuera un guiño a tu belleza, pero yo te miraba a ti, tan hermosa y tan frágil, tan entera.
Acababas de recibir la noticia, no más de dos meses, no más de tus hazañas. Te ibas.
Pero tu no te aferrabas a la vida, le decías adiós, le dedicabas tu despedida.
Alzaste la mano y cerraste los ojos un segundo infinito. Un segundo para siempre. El segundo más bello y perfecto que pudiste haberle dedicado a tu vida.
Tu muerte.